Y la rueda vuelve a girar…

Ya pasado Samhain, la víspera de Todos los Santos, All Hallows Eve, «a noite meiga», más concretamente el equinoccio de otoño, a mitad de camino del solsticio de invierno, la rueda vuelve a girar… esa rueda que vuelve a situar esta reflexión en el mismo lugar donde estuviera el año anterior. Un eterno retorno que puede darse a escala universal o que en el mismo día se sucedan los aconctecimientos para pensar que todo se destruye y se vuelve a crear sobre la misma base. Un dejá vu, pero previsible.

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Ese dejá vu provoca el malestar de volver a vivir la comprensible e incomprensible manera en que la cultura se pierde y se crea… quizá todo es eso, una rueda. Pero en este caso el malestar no es tanto por la pérdida como por la sustracción. Nos hacen creer que algo que puede formar parte de nuestra identidad filogenética ha sido una importación a nuestra cultura. Y es que hace tiempo que el imperialismo cultural es del que tiene los mejores medios de comunicación. Hace tanto tiempo como de los propios orígenes del ser humano. Lo que antes se imponía por la invasión o la fuerza ahora se consigue de manera mas sibilina mediante el poder de las máquinas que crean pensamiento… aquellas en las que nosotros invertimos, en su día, tanto pensamiento para crearlas… y la rueda vuelve a girar.

Siempre que llegan estos días vuelvo a sentirme inquieto, renunciando a parte de mi identidad para adaptarme a la nueva cultura que toca. Aquello que tachan de invento norteamericano, que no deja de ser la expresión de la inquietud espiritual humana y de un mecanismo de defensa para aceptar dos puntos inevitables que siembran la incertidumbre: el miedo y la muerte. Y eso no es exclusivo de la cultura norteamericana, más si pensamos en que la cultura norteamericana no existiría (tal y como la conocemos) si no fuera porque existió y existe la cultura europea. La ventaja es que ellos la han vendido mejor. Ya lo hicieron los romanos con la cultura griega y con otras, como la egipcia.  Este sincretismo, religioso o cultural, es una manera más de conquista, ofreciendo un modelo por el que desarrollarse, al fin y al cabo, económicamente. Y la rueda vuelve a girar…

Al hilo, ayer me descubro leyendo una definición sobre lo que significaba la «Catrina» mexicana, símbolo de la fiesta de Todos los Santos o del Día de Difuntos en aquel país, y que también podemos observar estos días por nuestras calles en nuestra particular celebración de la fiesta desconocida de principios de noviembre. Lo que me llamó la atención poderosamente es la defensa que muchos patriotas mexicanos hacían de tal símbolo y de tal fiesta como algo propio, y que sólo coincidían en la fecha con la fiesta mass media exportada por la cultura yankee. Aunque el origen de tal figura es relativamente moderno, puesto que tiene un cariz de crítica social, si uno investiga o, simplemente, intuye en ese contexto de donde puede venir el uso de tal simbología, podrá darse cuenta de que es una representación más del elemento de la muerte, algo que se pierde en la noche de los tiempos.

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Aquí también existe un sincretismo, sin embargo, ellos sienten esta manera de vivir la fiesta como algo que forma parte de su propia identidad, pese a que muchas de las costumbres de ese día son reflejo de las que en su día se exportaron desde aquí, la identidad de su fiesta es propia, es decir, lo celebran de este modo en la mezcolanza entre el culto religioso, católico para más señas, y la visión de la muerte como fuerza poderosa que forma parte del panteón de factores mágicos e inexplicables que intervienen en el devenir de nuestra vida, algo que representar y que venerar. Algo, al fin y al cabo, que hacer tuyo para transmitirlo como seña de identidad. Tu propia visión de la muerte.

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Pero aquí me da la sensación de que no sabemos ni lo que hacemos ni por qué. Salvando el hecho de tener un día o dos de descanso, y la posibilidad de divertirse «a la americana», pero bien sincretizado con la costumbre más que española de tener una excusa para ir a un bar a beber, o sin bar. Lo demás indica una desorientación y una pérdida de identidad, la cual además nos hemos dejado hacer y la estamos transmitiendo. Y cuando me refiero a que nos hemos dejado hacer, es porque el origen de estas costumbres está mas cerca de lo que creemos, pero porque nos han hecho creer que no son nuestras. Y cuando digo a que la estamos transmitiendo es porque veo a los futuribles criados en esa creencia. Todo depende de quién te cuente la historia.

Yo, de pequeño…

…recuerdo jugar por las calles del cementerio de Mojácar o el de Garrucha, mi cuna y mi origen, donde aprendí mi cultura y costumbres, mientras mis mayores rendían ese día la visita obligada a aquellos que ya no están. Yo también, consciente o inconscientemente. Sí, también era una excusa para estar ese día con mis primos y amigos haciendo trastadas, investigando nichos, escarbando en montones de arena en busca de alacranes y ponerte la ropa de los domingos hecha una pena. Pero era lo que tocaba. En varios sentidos…

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Y jugar en aquel lugar no era otra cosa que acostumbrarte y tener presente la muerte como parte de la vida. El recuerdo a los que no están no era exclusividad de una fecha concreta. Todo el devenir de fechas señaladas es un motivo para avivar su recuerdo y así hacerlos inmortales.

La vida eterna está en los recuerdos de los que nos quieren.

Acostumbrarnos a la normalidad de la muerte desde pequeños es algo que aporta un pilar especial y esencial a nuestra existencia que permite ser consciente de lo que es realmente la vida. Y en nuestra vida están los que están y los que no están.

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En realidad, me entristece ver cómo se pierde esa parte en la que también se hace familia. Como señalaba más arriba, aquel día era un momento familiar y aquel tétrico contexto no se presentaba con la anormalidad, el carácter siniestro y lúgubre que se le imprime a la muerte en la moderna manera de interpretarla en esta celebración consumista.  Ni siquiera puede decirse que fuera un momento triste. No tengo recuerdos tristes de aquellos días. Más bien, al contrario, el cementerio lucía con la vida de los que dedicábamos la memoria a aquellos que también eran y son familia. Incluso sin haberlos conocido.

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Más tarde es cierto que, con la juventud, era normal aprovechar esa noche de fiesta para salir o quedar con los amigos en una casa, garaje, local, o cualquier hueco que se preciara a tomar una copa, o las que fueran necesarias, y contar las historias que navegaban entre generaciones. Historias de miedo y muerte, como no podía ser de otro modo. Y así, entre aquellos sabores del anís o del whisky, del licor de avellanas o de cualquier botella sustraída de la forma más oscura y fantasmal de los antiguos «mueble-bar» de nuestros progenitores, se escuchaba nombrar a «La Santa Compaña», el ferrocarril fantasma… la hora nona… que si te pisaban el dedo gordo del pié a las doce de la noche veías la procesión de las ánimas que rodea el cementerio… que si mi abuelo sabe pisarte de manera que puedes verla… que si Isabel la que salió de la tumba una noche y luego estaba la chaqueta que le prestaron colgada en la lápida y el cuerpo incorrupto… y todo esto sin disfraces ni petardos.

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La pena, quizá, es que se ha perdido esa manera más nuestra de vivir esa noche y que otras, igualmente nuestras, han sido deformadas al extremo de llegar a perder su identidad para sentirnos más acorde al modelo de conducta vendido. Todo en la filosofía yankee se importa y se exporta, se vende. La cultura más aún.

Quizá no nos demos cuenta y, con el tiempo, a lo mejor celebramos la tomatina o los encierros en todos sitios al modo y manera en que ellos nos lo vendan… y no es ni será lo peor.

Nota final:

Esta entrada comencé a escribirla hace un año, por estos días. No puedo recordar la fecha exacta, pero no fue muy posterior a la fecha de hoy. La primera mitad de la misma son palabras que pusiera en un borrador en aquel entonces, y así, un año después, estas palabras siguen teniendo la misma validez y expresan con exactitud los mismos sentimientos que, en un arrebato de reclamar lo que soy y lo que fuimos, me llevó a plasmarlas y a darme cuenta, en estos días que he podido terminarla, que, ciertamente, la rueda vuelve a girar

Un comentario

  1. “CUANDO YO ME VAYA…”
    Cuando yo me vaya,no quiero que llores, quédate en silencio, sin decir palabras, y vive recuerdos, reconforta el alma.
    Cuando yo me duerma, respeta mi sueño, por algo me duermo; por algo me he ido.
    Si sientes mi ausencia, no pronuncies nada, y casi en el aire, con paso muy fino, búscame en mi casa, búscame en mis libros, búscame en mis cartas, y entre los papeles que he escrito apurado.
    Ponte mis camisas, mi sweater, mi saco y puedes usar todos mis zapatos. Te presto mi cuarto, mi almohada, mi cama, y cuando haga frío, ponte mis bufandas.
    Te puedes comer todo el chocolate y beberte el vino que dejé guardado. Escucha ese tema que a mí me gustaba, usa mi perfume y riega mis plantas.
    Si tapan mi cuerpo, no me tengas lástima, corre hacia el espacio, libera tu alma, palpa la poesía, la música, el canto y deja que el viento juegue con tu cara. Besa bien la tierra, toma toda el agua y aprende el idioma vivo de los pájaros.
    Si me extrañas mucho, disimula el acto, búscame en los niños, el café, la radio y en el sitio ése donde me ocultaba.
    No pronuncies nunca la palabra muerte. A veces es más triste vivir olvidado que morir mil veces y ser recordado.
    Cuando yo me duerma, no me lleves flores a una tumba amarga, grita con la fuerza de toda tu entraña que el mundo está vivo y sigue su marcha.
    La llama encendida no se va a apagar por el simple hecho de que no esté más.
    Los hombres que “viven” no se mueren nunca, se duermen de a ratos, de a ratos pequeños, y el sueño infinito es sólo una excusa.
    Cuando yo me vaya, extiende tu mano, y estarás conmigo sellada en contacto, y aunque no me veas, y aunque no me palpes, sabrás que por siempre estaré a tu lado.
    Entonces, un día, sonriente y vibrante, sabrás que volví para no marcharme.
    Carlos Alberto Boaglio

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